Hemos sido educados (¿o entrenados?) en ser “buenos”. Tanto a la religión como a la sociedad, les conviene que seamos buenos fieles y buenos ciudadanos, sin levantar olas ni discutir el status quo.
Así, aguantamos muchas cosas y nos peleamos con nosotros mismos por lo que no “deberíamos” sentir o pensar. Sacamos al “malo” de la ecuación y negamos la oscuridad que es necesario elaborar para ser completos.
La primera víctima terminamos siendo nosotros mismos. “¡Pero va a sufrir!!” fue la respuesta inmediata de una consultante cuando le propuse que le comentara su incomodidad a su pareja. ¡Qué interesante! A ella no le preocupaba su propio sufrimiento sino el de él. A otro le inquietaba lo que los demás pensarían de él, que lo dejaran de querer o se enfadaran, si finalmente se mostraba cómo era y no como debía ser.
Esta actitud infantil, culposa y dependiente, es muy común. Madurar es afirmar quienes somos y sobrellevar la falta de reconocimiento, la crítica, el enojo, el desagrado, quedar mal, ser raro. La buena noticia es que, si lo aceptamos pacientemente y continuamos, sin resistir ni pretender aprobación, obtenemos todo eso con creces. El requisito es sostener y perseverar.