De la culpa ajena a la culpa propia: siempre la culpa…

Acostumbrados a castigarnos severamente, podemos aprender a soportar las voces de la culpa y a abrazar a ese Niño Interno que creció sin modelos positivos y nutricios.

En el medio de su relato sobre distintos inconvenientes, una paciente se  puso a llorar diciendo: “Yo sé que todo es mi culpa pero me cuesta cambiar”.  Le contesté que pasó de un modelo a otro: de culpar a los otros a culparse a sí misma; el problema es que sigue con la culpa.

Cuando todavía no somos concientes, cargamos a los demás por todo.  Comenzando con nuestros padres, seguimos con la genética, la sociedad, la escuela, los amigos, los jefes, las parejas, etc.; a medida que crecemos, vamos encontrando distintos causantes para imputarlos por lo que nos pasa.  Somos las víctimas.  Cuando vamos despertando y nos damos cuenta de que somos los creadores de nuestro destino, podemos cambiar la perspectiva y las acciones.  Somos los responsables.

Pero la culpa insidiosa sigue haciendo su efecto y ese tirar hacia afuera las piedras se convierte en un arrojar hacia adentro, llenándonos de recriminaciones, juicios, ofensas, pretensiones, que terminan drenando la energía de la transformación.  ¡Cómo nos cuesta salir de esta conducta aprendida!

A veces, pienso que la culpa es una forma de adoctrinamiento de masas que comienza en el hogar.  Nace en nuestra infancia, cuando nos manipulan con dejar de amarnos, de reconocernos, de apoyarnos, de estar, porque no somos como nuestros padres quieren que seamos.  El manejo puede darse explícitamente (“no te voy a querer más si haces esto” o “me lastima que seas así” o “está mal que pienses de esta forma”) o implícitamente (silencios, gestos represores, falta de cariño, no hablar de determinados temas).  El hecho es que nos queda una sensación interna de que somos inadecuados, insuficientes, malos, erróneos, feos, anormales, etc.

mujer naciendo

De esta falta de aceptación de uno mismo nacen los “debería”, los “tengo que”, que martirizan con sus exigencias y perfeccionismos.  Lo que está en el fondo es “si fuera de tal forma, entonces tendría…”.  Nos llenamos de pequeños y grandes programas para lograr metas exteriores, para adaptarnos y manipular como hicieron con nosotros, para tapar el vacío y lo que consideramos malo, para cambiarnos por lo que parece ser el modelo de éxito del momento.  Así, la culpa (y su consecuencia, el castigo por no lograrlo) sigue su derrotero, pasando de una generación a otra, de un estándar social a otro.

Es la fórmula de la desdicha y la frustración, porque sólo podemos ser felices siendo quienes somos y no otros.  Deshacernos de la culpa no es fácil porque está incrustada en el ADN pero podemos comenzar siendo amables con nosotros mismos, pacientes con las recaídas, perseverantes con los retrocesos, confiados ante los desilusiones.  Acostumbrados a castigarnos severamente, podemos aprender a soportar las voces de la culpa y a abrazar a ese Niño Interno que creció sin modelos positivos y nutricios. 

Pon conciencia en diseñar otro paradigma dentro de ti, que reconozca tus cualidades y talentos, que tome los desafíos como impulsores del aprendizaje, que disfrute de la Vida, que tenga interacciones maduras y responsables con los demás sin perder alegría ni gracia, que descubra la conexión constante con tu alma y con el Espíritu.  Cada día, cambia las cosas que te dices, siente afecto por ti mismo, sé paciente, apoya tu evolución, ilumina tu paso.  Nos debemos un mundo amable y creativo.

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