Pasé unos días afuera y no hay nada como salir de la costumbre para ver las cosas con nuevos ojos. Fue paradójico porque, en medio de las vacaciones, el trabajo estuvo en la mira. Compartiendo con otras personas, observando sus formas de vida, revaloricé un propósito que sostengo desde hace muchos años: dedicarle poco tiempo.
Comencé a trabajar a los diecinueve y estuve solo ocho años en relación de dependencia. Aún dentro del “sistema”, me las ingenié para hacer lo necesario y ocupar el resto del tiempo en mis propios asuntos. Soy muy organizada y rápida, así que era una excelente empleada pero tenía mis prerrogativas. Cansada de jefes y rutinas, comencé un camino búsquedas e independencia que culminó en reconocer mi vocación, la de Terapeuta.
Siempre tuve una mirada crítica sobre la sociedad y objeté esas cosas que damos por sentado, como si fueran mandamientos escritos en piedra para la eternidad. Una de ellas era el trabajo:
- ¿por qué debían ser ocho horas (o muchas más si se quería progresar)?,
- ¿por qué había que hacer una “carrera” (la misma palabra ya me sacaba urticaria)?,
- ¿por qué se valoraba el esfuerzo, la competencia, el sacrificio, la exigencia?,
- ¿por qué había que dedicarse a una misma cosa toda la vida?,
- ¿por qué nos vendían que estar en una gran empresa era el súmmum de la existencia, por qué nos querían hacer creer que ella era de todos, cuando claramente no era así?,
- ¿por qué perder la humanidad y querer asemejarse a las máquinas: perfectas, imparables, productivas?,
- ¿por qué debemos perseguir el éxito, seguir modelos inalcanzables, ser especiales, renegar de lo que somos?
Estos y otras interrogantes me rondaban continuamente.
Cuando el último despido se concretó y decidí ser independiente, me di cuenta de que podía vivir trabajando pocas horas y poniendo mis propias reglas. Se abrió un mundo y comprendí porqué al sistema le convenía que fuéramos esclavos satisfechos con las celdas. No sólo el trabajo nos da un sentido de pertenencia, de status, de sentido, sino que además nos permite consumir sin pausas ni cuestionamientos. Mantiene las cosas girando, mientras nos atiborra de nuevas “necesidades” innecesarias.
No fue fácil tomar un camino diferente. Ser el propio jefe requiere mucha fuerza, constancia, creatividad, empuje, responsabilidad, motivación. Tuve unas cuantas caídas, desilusiones, crisis, problemas pero jamás desistí. Además tuve culpas. Eso no me lo vine venir: tenemos tan grabado a fuego el “ganarás el pan con el sudor de tu frente” que me sentía mal por trabajar menos, por pasear o mirar televisión en horas laborales, por levantarme más tarde. También tuve críticas, envidias, desdenes, burlas. En la medida en que yo aceptaba mi condición, iban disminuyendo o no me importaban.
Obviamente, no fue un lecho de rosas. Fui pionera y no siempre me salió bien. No tengo muchas ambiciones, no me gusta el esfuerzo, he privilegiado mi vida interior a la exterior, así que no tengo grandes cosas pero vivo bien y, lo más importante, he hecho lo que he querido. Además, amo mi vocación y no lo considero “trabajo”: hago lo que soy, me sale natural.
Muchos chicos están tomando esta decisión y lo hacen excelente. Ya vienen con otro chip y, ya sea dentro de una empresa o creando sus propios emprendimientos, privilegian su tiempo libre, recorrer el mundo, hacer distintas cosas, vivir. El propósito de este escrito es simplemente que reflexiones acerca de algo que quizás no te has cuestionado y que hace que corras como loco el día entero. Estar ocupado todo el tiempo es “lo que se usa”. Es moderno, es sexy, es especial, es necesario.
¿No es un círculo vicioso? ¿De qué huyes? ¿De ti mismo? Lo que obtienes no sana las heridas, no te da paz ni plenitud, no te conecta con lo esencial, no mejora tus relaciones amorosamente, no es útil a tu evolución. Detente un momento, respira, vuelve a tu corazón y pregunta. La respuesta puede ser suave y apenas perceptible pero tiene el poder de un destino. ¿Cómo quieres vivir?