Estos días, analizábamos con un par de pacientes ciertos aspectos y conductas erróneas o dañinas, que indefectiblemente terminaban con un: “¿Cómo no me di cuenta antes?!”. Es que nos cuesta muchísimo tomar conciencia de algo que tomamos como “normal” o que excede el marco estrecho en el que pensamos.
En el primer caso, todos nacemos en un determinado modelo cultural, familiar y social, que damos por sentado que es así para todos y que siempre fue así. Aunque con el tiempo vamos observando que puede ser distinto, ese sello que fue impreso en la infancia queda tan grabado que nos resulta difícil salir de él. Tratamos desesperadamente de lograrlo para ser aceptados, reconocidos y amados.
Por otro lado, este modelo implica una forma de conceptualizarnos a nosotros y al mundo que conlleva que ciertas cosas serán posibles y otras no. Aunque estamos en una experiencia de limitación, reducir las posibilidades mucho hace que seamos prisioneros de una manera de pensar que no nos permite elegir: es eso que se ofrece o nada.
Como el pez que nunca descubre que vive en el agua (o nosotros que vivimos del aire y la respiración), normalizamos un contexto y nos atenemos a él. Por ello, la dificultad de darnos cuenta de lo obvio. Somos pensados por nuestros pensamientos, somos actuados por nuestra reactividad, somos guiados por la cultura. Esta pandemia parece ser un despertar a estas verdades.
¿Qué significa esto en nuestra vida cotidiana? Muchas cosas, tanto sencillas como determinantes. Desde cocinar exactamente como se hizo en nuestra familia hasta seguir un destino que fue marcado por ella, aunque no sea el individual. Desde vestir de cierta manera hasta desconocer las oportunidades que se presentan. Desde ir de vacaciones al mismo lugar siempre hasta no saber quiénes somos realmente. Las decisiones están predigeridas por los demás.
Este condicionamiento no es inofensivo ni simple de advertir. Cada uno está más o menos abierto según el diseño que trae, pero nadie se salva. Entonces, para entrar dentro del molde, tomamos la vida como una lucha, esforzándonos para ser correctos y adecuados. El precio por encajar es ahogar nuestra individualidad, lo único que traemos como propio, lo único que es nuestro aporte verdadero al mundo.
¿Cómo salir de este círculo vicioso? Tomando conciencia. Si no comenzamos por conocer y analizar aquello que no es impuesto como normal, seremos prisioneros de ello, así que dudar, buscar alternativas, replantear, advertir nuestras reacciones al entorno (tanto positivas como negativas) nos permite iniciar nuestro camino personal. Por otro lado, el esfuerzo nos da muchas pistas.
¿Por qué debe costarte ser tú mismo? ¿Lo pensaste? Observa los niños: simplemente son. Cuando todavía no son influenciados por los modelos, su individualidad es poderosa, bella, inocente, fácil, fluyente. Está claro que no se trata de portarte infantilmente sino de recuperar ese diseño original que traes. Cuanto más te alejas de él, más esfuerzos haces por ser y vivir. Por eso, tanto en lo físico como en psicológico como en lo vincular, si te cuesta mucho sostenerlo es casi seguramente porque no tiene relación con tu ser.
Por eso también un aprendizaje puede ser tan arduo y sufrido. Te esfuerzas en direcciones equivocadas, con recursos erróneos, sin escucharte, sin percibir las señales con que el cuerpo te alerta y guía. Ser tú mismo es seguir un fluir natural de intercambio de energías entre tú y tu entorno, atento a las circunstancias y a las decisiones que surgen de tu cuerpo y tu Ser. Es recuperar el presente eterno que caracteriza a los niños y su energía interminable, llena de entusiasmo y apertura.