
En el último año con mi padre, un día discutimos sobre un tema que él se empecinaba en defender, a pesar de que yo le probaba que estaba errado. A esa altura, era una argumentación por inercia, la olvidé al momento. A los pocos días, la trae a colación y me dice que lo estuvo pensando mucho y que yo tenía razón, que iba a cambiar su conducta en adelante.

Mi madre tuvo problemas de garganta toda la vida (era comprensible, ya que se tenía que callar muchas cosas). Un médico le recomendó ir a una foniatra; además de los ejercicios, ella le daba pensamientos de Louise Hay para que reflexionara. Era muy inusual y, al principio, me llamaba a mí para que le ayudara a entender y pensar. Le dije que eso era algo personal, que yo no tenía que entrometerme, y la alenté a que se tomara el tiempo porque eso le iba a servir mucho.

Cuando falleció, revisé sus cosas para donar lo que se pudiera y encontré el cuaderno en que anotaba sus ideas. Me encantaron algunas y pude conocer más de ella. Me asombró que no creyera en una vida más allá de esta y que fuera muy existencialista y agradecida, así como me sorprendió cuando mi padre me contó que rezaba todas las noches.

Nunca di por sentado que, por ser viejos, no podían comprender o cambiar o hacer sus cosas solos. En la medida de nuestras posibilidades, es posible aprender sin importar edad, condición o circunstancia. A veces, nosotros mismos pensamos que no podemos o nos conformamos, y otras no le damos oportunidades a los demás de hacerlo, pero debemos aprovechar esta aptitud. Así, somos Maestros unos de otros.