Estoy escribiendo en “mi” bar (hace tanto que vengo y estoy tan cómoda que ya lo considero mío) y un hombre entra, dejando a su perro afuera. El animal se acuesta enfrente de la puerta, en medio de la vereda ocupada en parte por mesas y sillas, y todos tienen que correrse para pasar. De a ratos se para, husmea, aguarda. A veces la puerta se abre pero sabe su lugar y no entra. La gente lo mira, le habla, lo acaricia y él sigue esperando.
Esta actitud, tan tierna y admirable en un perro, es también la de algunas personas, pero no resulta tan edificante. Al verlo, recordé situaciones personales de hace mucho, de consultantes, amigos y conocidos que hemos esperado pacientemente a que nuestro “dueño” nos tire un hueso, nos preste atención, nos cuide, en lugar de apropiarnos de nuestro espacio, de nuestro cuerpo, de nuestro bienestar, de nuestro poder.
El hombre se va y sucede algo más: había otro perro al que había atado a un árbol. Relaciono más circunstancias aberrantes de personas sojuzgadas sin libertad. No dudo del amor del hombre por sus perros, solo estoy sentada mirando la vida y asociando conductas que nos atraviesan a los humanos…