En el 2001, en Argentina, tuvimos una de nuestras habituales crisis (ahora estamos en otra). Una prima que vive en una pequeña ciudad del interior vino a visitarme. Mientras caminábamos por el barrio, miraba la gente que dormía en la calle, que pedía comida, y finalmente, horrorizada, explotó y me reclamó cómo podíamos vivir así, caminando tranquilamente entre ellos, sin hacer nada. En principio, no supe qué responderle, pero luego le contesté que no era que no sintiéramos nada, sino que no podíamos estar sufriendo constantemente por una realidad que era habitual; teníamos un “cansancio de compasión” al ver tantas personas en la misma situación todos los días. En lo personal, ayudaba como podía, pero había un límite… hay un límite para todo…
¿Por qué traigo este tema? Creo q ue estas situaciones serán cada vez más usuales. No solo en este tema sino en muchos otros en los que explotarán situaciones que ya no dan para más, pero que soportamos porque le sirven al poder o porque no sabemos cómo solucionar de otra forma que no sea la lucha y el sufrimiento. Las personas empáticas y las que tienen el síndrome del Ayudador Serial son las que más suelen padecer al engancharse de estas circunstancias y terminan agotadas, porque no pueden consolar y asistir a todos los que querrían (y que a veces se aprovechan de ellas).
Por otro lado, ¿de qué padecen ellas? He conocido a unas cuantas y huyen hacia afuera. Tienen muchos problemas emocionales y no los tratan, pero son las salvadoras de los demás. Al final, no solucionan mucho porque la manera en la que lo hacen no produce fortaleza en los demás, sino que los siguen sumergiendo en la victimización (son dos víctimas que lloran juntas lo que no pueden resolver individualmente). Por eso, es tan difícil erradicar ciertos asuntos: la base de la ayuda es inconducente.
Esta semana, un paciente de veintidós años, empleado en la empresa que pertenece a su madre y que trata de resolver todos los problemas que encuentra y que tienen larga data, se veía desmoralizado, cansado. Me cuenta que ya no tiene ganas de seguir intentando que las cosas se arreglen rápido, que los demás cambien, que vean la inercia en la que viven y que se espirala para abajo. Parecía un microcosmos del macrocosmos que es el mundo en este momento.
Jóvenes, adultos y mayores estamos observando el fin de una era. La supuesta felicidad y seguridad que sobrevendría con el capitalismo está detonada. La incertidumbre, la desconfianza y el miedo se han apoderado de cada ámbito. Hasta las religiones y las instituciones proveedoras de ayuda están corruptas y son inservibles. El verdadero rostro del poder manipulatorio se está mostrando y nos interpela acerca de qué respuesta encontraremos… en lo individual.
No pienso que haya soluciones globales, estandarizadas. Si hay una mutación (y creo que la estamos atravesando), vendrá de poner el cuerpo y el alma al servicio de ella, interiorizándonos, resolviendo nuestros traumas, fundando nuevos paradigmas que surjan de la búsqueda personal, encontrando un equilibrio entre la empatía y los límites, hallando la creatividad y el poder individual que sostenga una comunidad de iguales, en donde todos pongan lo mejor de sí.
Una paciente que siempre ha trabajado en lo social también atraviesa este dilema y conversamos sobre ello. En un momento, le recordé una frase de una canción de Víctor Heredia: “Para decidir si sigo poniendo esta sangre en tierra…”. La canción se llama “Razón de vivir”. ¿Cuál es la tuya? Es imprescindible que encuentres la propia y que dejes de escuchar los cantos de sirena de la sociedad. Seguramente, no está allí. Está en la conexión a tu Ser. Te acompaño.