En esta sociedad, somos ansiosos e impacientes. Dos trastornos que se retroalimentan. Dos características de la época veloz y activa en la que vivimos. Dos plagas que diezman nuestra oportunidad de disfrutar y contentarnos. Dos posibilidades de aprendizaje…
Cómo llegamos a esta pandemia.
A partir del industrialismo, que aceleró todos los ritmos, comenzamos a pensar al tiempo en términos utilitarios: “tiempo es dinero”, por ejemplo. Cuanto más nos apuramos en terminar algo, más ganamos (no importa qué). Incluso el cuerpo fue percibido como una máquina, ya que pasamos de estéticas voluptuosas y blandas (como las de Rubens) a figuras delgadas, atléticas, trabajadas por el ejercicio, productivas, que no se cansan, que no descansan.
La electrónica y luego Internet llevaron al paroxismo esta aceleración en la que no paramos, siempre corriendo detrás de alguna zanahoria virtual, que nos proporcionará lo que tanto queremos. ¿Y qué queremos? Todo, lo que es igual a nada. Porque el deseo es infinito, todopoderoso, cambiante, voluble, insatisfecho. No podemos satisfacerlo porque se acabaría, y esto lo saben bien las multinacionales, los políticos, los que medran con nuestra preocupación crónica.
¿Es malo el deseo y esta necesidad de colmarlo? No, es el motor que nos impele a evolucionar y encontrar nuestra forma particular de aportar. El problema es que otros se han apropiado de esta necesidad y nos dicen qué desear y cómo lograrlo. Al no ocupamos de explorar en nuestro interior, en ese vacío existencial preñado de potenciales, lo llenamos con cuanta oferta aparece, sea material o espiritual.
Un problema mental.
¿Te has dado cuenta la impaciencia cotidiana que nos devora, la urgencia que descarga reacciones repetitivas? Cuando no hay demora entre el estímulo y la respuesta, se dispara lo conocido, lo cómodo, lo asimilado. No hay posibilidad de evaluar la mejor opción, de encontrar algo nuevo, de escuchar al cuerpo. Y aquí está la clave: la mente, la omnipresente mente, es la que dirige nuestra vida y no permite ese espacio enriquecedor.
La ansiedad es producto de los miedos de la mente (a la ignorancia, al caos, a la futilidad, al rechazo, etc.). Se alimenta de los errores del pasado y proyecta los horrores del futuro. Nunca está en el aquí y ahora; teje su telaraña de eventualidades, ilusiones, desgracias y planes B, hasta que solo existe indecisión, desconexión y temor. En cambio, el cuerpo siempre está presente, atento a la realidad, a lo que la Vida trae en su renovación continua, a responder desde la verdad de lo que somos, no desde lo que imaginamos que somos y sucede.
Una solución corporal.
¿Qué necesita el cuerpo? Tranquilidad. Bienestar. Tiempo. Lo que la mente fantasea, realiza y termina en cinco minutos, al cuerpo le puede llevar dos días o dos años. La mente no actúa, no siente, no vive. Es nada más que un pomposo testigo reflexivo al que le hemos dado demasiado poder. Bajemos de la torre de cristal y habitemos el cuerpo.
Desacelerar y escucharte es difícil. Todo a tu alrededor atenta contra ello. La multiplicidad de estímulos externos aviva los deseos y te saca de ti. Pero el cuerpo te rescata:
siente tus pies en la Tierra que te apoya, el esqueleto que te sostiene, suelta los músculos y respira;
exhala los pensamientos y las cargas, inhala la Energía que te da vida;
vacíate de expectativas y llénate de ti mismo;
conecta con tu corazón, date un agradecimiento y una caricia;
confía en que eres guiado y protegido;
fluye con lo que es y acepta: es para tu mayor bien y el del Todo.
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