A los ocho, despierto…

Alrededor de los ocho años, a través de algún hecho traumático o de una situación fuerte o de una serie de acontecimientos, nos despertamos a la vida en la Tierra, a la realidad de nuestra familia, a nuestro papel en ella y en el mundo, a la posibilidad de la muerte. Dejamos atrás la infancia ligada a la otra dimensión.

Alrededor de los ocho años, a través de algún hecho traumático o de una situación fuerte o de una serie de acontecimientos, nos despertamos a la vida en la Tierra, a la realidad de nuestra familia, a nuestro papel en ella y en el mundo, a la posibilidad de la muerte.  Dejamos atrás la infancia ligada a la otra dimensión.

A los ocho, una moto atropelló a mi hermano y le quebró una pierna y lo golpeó fuerte en la cabeza.  Yo me enfermé de rubeola.  A raíz de estas cosas, mi madre descuidó su salud y terminó internada de una infección en los riñones que se generalizó.  Estuvo a punto de morir.  Muchos años después, me contó que salió de su cuerpo y se vio acostada sobre la cama, mientras los médicos gritaban que se iba, que había que salvarla.  Lo lograron y volvió a su cuerpo (más o menos…).

Una tía vino a cuidarnos y un día la escuché hablar con una vecina acerca de mi padre y de su “inutilidad” frente a las desgracias.  Me sentí sola y pensé que no podía confiar en mis padres para protegerme, que la vida podía terminar en cualquier momento, que debía aprender a contenerme a mí misma.  Fue un tiempo fundamental para mí, que condicionó mucho lo que pasó luego.  Y no solamente de forma angustiosa sino también de una manera que me conectó con la Vida y sus maravillas diarias.

Subí “El vino del estío” el miércoles y ahora quiero compartir lo que escribió Ray Bradbury, a través de Douglas (un niño de 8 años) cuando le pasó algo parecido:

 

“No PUEDES DEPENDER DE LAS COSAS PORQUE…

…como las máquinas, por ejemplo, se rompen o se oxidan o se pudren, o a veces ni siquiera se fabrican… o acaban guardadas en un garaje…

…como los zapatos de tenis, sólo puedes usarlos hasta cierto punto, con cierta rapidez, y luego tocas tierra nuevamente…

…como los tranvías. Los tranvías, aunque sean tan grandes, llegan siempre al fin de la línea…

No PUEDES DEPENDER DE LA GENTE PORQUE…

…todos se van. Los desconocidos mueren.

…los conocidos mueren. Los amigos mueren.

…unos matan a otros, como en los libros.

…hasta tus propios padres mueren.

Así que…

Douglas tomó dos veces aliento, dejó escapar lentamente un poco de aire, que siseó entre los dientes apretados, y terminó de escribir con letras mayúsculas:

ASI QUE SI LOS TRANVÍAS Y LOS COCHES Y LOS AMIGOS Y LOS CASI AMIGOS SE VAN POR UN RATO O PARA SIEMPRE,  O SE OXIDAN O SE ROMPEN O MUEREN, Y SI LA GENTE PUEDE SER ASESINADA, Y SI ALGUIEN COMO LA ABUELA QUE IBA A VIVIR SIEMPRE, PUEDE MORIR… SI TODO ESTO ES CIERTO… ENTONCES… YO, DOUGLAS SPAULDING, ALGUN DÍA DEBERE…”.

cuatro estaciones

 

Este despertar a su propia mortalidad no lo deprime.  De una dulce y fantástica forma, Douglas se ve a sí mismo como el Creador de su mundo y así termina su verano (y el libro):

 

“Douglas pasó una última noche en la cúpula de la casa de los abuelos y escribió en la libreta:

Todo corre hacia el ahora. Como las películas de las matinés, algunas veces, cuando la gente salta desde el agua a los trampolines. Llega setiembre y uno cierra las ventanas que ha abierto, se saca las zapatillas que se puso hace un rato, se pone los zapatos que se sacó en junio último. La gente corre por la casa como pájaros que dan un salto atrás y entran en los relojes. Un minuto antes, la gente llena los porches, charlando sin descanso. Un minuto después, se golpean las puertas, para la charla, y las hojas caen a cientos.

Douglas miró por la alta ventana las tierras donde los grillos yacían como higos secos en el lecho de los arroyos, el cielo donde los pájaros giraban hacia el sur al oír el grito de los somorgujos otoñales, y donde los árboles subían en una gran hoguera de color hacia las nubes aceradas. De más allá, del campo, venía el olor de las calabazas que maduraban hacia el cuchillo y los ojos triangulares y la vela interior. Aquí, en el pueblo, aparecían las primeras bufandas del humo en las chimeneas, y se oía un débil y lejano rumor de hierro: el río de carbón negro y duro que caía en altos y oscuros montículos en los depósitos de los sótanos.

Pero era tarde y estaba haciéndose más tarde.

Douglas en la alta cúpula sobre el pueblo movió la mano.

— ¡Desnúdense todos!

Esperó. El viento sopló enfriando los vidrios.

— ¡Cepíllense los dientes!

Esperó otra vez.

— Ahora -dijo al fin-, ¡apaguen las luces!

Parpadeó. Y el pueblo apagó sus luces, aquí y allí, somnoliento, mientras el reloj de la alcaldía daba las diez, las diez y media, las once, y la amodorrada medianoche.

— Las últimas… allí… allí…

Se tendió en la cama y el pueblo durmió a su alrededor y la cañada estaba en sombras y el lago golpeaba suavemente la orilla, y todos, su familia, sus amigos, los viejos y los jóvenes dormían en una calle u otra, en una casa u otra, o en los lejanos cementerios.

Cerró los ojos.

Las albas de junio, los mediodías de julio, las noches de agosto habían terminado, concluido, desapareciendo para siempre, pero quedándose allí, en el interior de su cabeza.

Ahora, todo un otoño, un invierno blanco, una primavera fresca y verde para sacar las sumas y totales del verano pasado. Y si olvidaba, allí estaba el vino almacenado en el sótano, numerado de día en día. Iría allí a menudo, miraría el sol de frente hasta que no pudiera mirar más, y luego cerraría los ojos y estudiaría las manchas, las cicatrices que le bailarían en los párpados tibios. Y arreglaría una y otra vez todos los juegos y reflejos hasta que el dibujo se aclarara.

Así, pensando, Douglas se durmió.

Y, durmiendo, dio fin al verano de 1928.”

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