Vivo en un barrio muy habitado y que también recibe muchos visitantes. Además de los ruidos habituales del tránsito, las bocinas, las construcciones y demás delicias, no pasan diez minutos que no se active una alarma de auto. Sea de residentes o de gente que vino a comprar o pasear, suenan por segundos o por minutos (o hasta horas). Desde las más sencillitas hasta las que cambian de un chirrido más agudo a otro, no hay momento de tranquilidad nunca.
Poca gente tiene conciencia del enorme impacto que implica el ruido, lo estresante que es y las consecuencias dañinas que tiene sobre nuestro sistema nervioso. Las alarmas de los autos (a las que se agregan ahora las de los estacionamientos de los edificios) son terriblemente perjudiciales, pero no parece importarle a nadie y menos a los dueños. Obviamente que saben que se disparan solas ante la vibración de los colectivos o camiones que pasan al lado, pero no las ajustan ni las arreglan ni las desactivan. En la práctica, no sirven para nada porque no ejercen el propósito para el que fueron creadas, ya que se acostumbraron a que salten y se limitan a apagarlas después de dejarlas sonar por un buen rato.
Sé que esto es un grito en el desierto y que nadie reflexionará sobre el daño que le produce a cientos de vecinos a la redonda pero hoy me harté y quise compartirlo. Sería bueno que comencemos a respetarnos y evitar aquello que perjudica a los demás, tratando de crear ese mundo en el que a todos nos gustaría vivir. Comienza en uno…