Aunque en las ciudades casi hemos perdido la conexión con los ciclos naturales, eso no significa que la Vida no sea una interminable sucesión de etapas que se abren y se cierran. Algunas duran diez minutos y otras diez años. Se puede observar en una conversación; si estamos atentos, nos daremos cuenta cuándo se termina y lo que sigue es aburrimiento o incomodidad.
Aunque sabemos esto, no lo aceptamos en la realidad. Basta ver cómo nos resistimos al final de una relación, de un trabajo, de una forma de vivir, etc. Y también cómo nos cuesta comenzar algo nuevo, a pesar de que es evidente su necesidad.
La vida es cambio y evolución. Si algo termina es porque ya cumplió su propósito; si continúa y se repite es porque no hemos aprendido la lección. Esto es muy claro en esos bucles que se repiten sin cesar y que nos dañan tanto. Se profundizan en cada rizo obligándonos a ver lo obvio y, sin embargo, nos hacemos los desentendidos, creyendo que reforzando lo que hacemos siempre lo superaremos (la definición de locura de Einstein).
En los vínculos es donde más nos oponemos. Por miedo, inseguridad o lo que sea, nos aferramos insistentemente a personas que ya completaron la fase y nos perjudicamos todos. Aceptar que todo tiene un comienzo y un final es signo de madurez. Aprender las lecciones involucradas hace que esa terminación sea armoniosa y que podamos liberarnos con gracia y sencillez.